viernes, 23 de febrero de 2007

Un poco de cada cosa: (o la Casi Historia)

Antes de leer el siguiente relato permítanme intercalar algunas palabras. Cuando me decidí a escribir este relato fue para ensayar algunas técnicas de escritura que pretendía mejorar, o simplemente, usarlas por primera vez. Y aunque la historia no tiene mucho sentido, me decidí a publicarla porque con buena voluntad, tiene pasta de casi-historia, aunque de repente parezca ser un montón de ideas salpicadas. Así que, estimado lector, si quiere seguir leyendo que sea bajo su propia responsabilidad y por favor, que sea con buena voluntad.

1.
Todos los días me levanto a la misma hora, me siento frente a mi máquina de escribir y me concentro en terminar la novela que está amontonada en mi escritorio juntando polvo. No se cuantas veces la he releído para poder encontrar el hilo conductor que me lleve al final. Apenas sale el sol ya estoy sentado frente a mi máquina de escribir y todas las tardes salgo a caminar para refrescar mi mente y buscar la inspiración que me haga completarla. Cada día me convenzo más que no soy capaz de lograrlo.
Todavía recuerdo como empezó todo, hace tres años, cuando decidí presentarme voluntario a un concurso de literatura que se hacía en mi universidad. En esa época todo era normal, la creatividad me chorreaba por los poros, si se me permite usar esa expresión un tanto vulgar, pero fantásticamente exacta. Escribía cuentos a la velocidad de una metralleta, mis dedos se acalambraban sobre el teclado, tenía dolores en todas las articulaciones, mi cuerpo estaba rebosante de café y cigarrillos, pero lo importante, y la razón por la que escribía, era que mi cabeza estaba en paz. Cualquier inspiración la convertía en una obra de arte.
Al momento del concurso podía elegir a gusto entre los cientos de cuentos guardados en mis archivadores, pero no lo hice. Había algo que me decía que para este concurso tenía que lucirme, tenía que abrir mi cerebro a lo inalcanzable, crear una nueva forma de escribir, destronar a los clásicos, marcar el nuevo camino para las jóvenes manos que se lanzan inciertas sobre un teclado maldito, que encierra todas las historias, todos los cuentos en una confusión infinita. Dirán quizás que la soberbia me había enceguecido, pero estuve a punto de conseguirlo. La idea rondaba mi cabeza, siempre la tuve en la punta de la lengua, o más bien dicho, de los dedos. Estuve a punto de terminarla, pero nunca pude escribir el final, intenté miles de finales distintos, pero cada uno de ellos, el releerlos de noche en mi cama, me parecía más inverosímil que el anterior, el esfuerzo que hacía, cada vez más sobrehumano, para lograr un final acorde a la maestría del libro significaban resultados siempre más pobres e insatisfactorios. Finalmente, derrotado por mi incapacidad, elegí el primer cuento que me cayó en las manos y lo envié. Era un cuento de marcianos, tipo Ray Bradbury, interesante, entretenido y, por cierto, extraño.
Mientras recordaba, mis dedos estaban a algunos milímetros de las teclas, a veces rozándolas, tratando de agarrar la historia que se me había escapado por tanto tiempo, estuve horas sentado y nada, mi mente estaba seca. Pasé un momento más en esa posición, mis dedos sobre el teclado, mi cabeza levemente reclinada y mis ojos mirando una pantalla cada vez más borrosa. Al final me paré de mi silla y fui a mirar por la ventana, era de noche, apoyé mis manos en el borde de madera y mi frente en el vidrio helado, quería que se enfriara mi cabeza. Los preguntas se atropellaban, ¿por qué no podía escribir?¿por qué el mejor escritor del mundo estaba sin ideas?¿por qué la creatividad se me negaba?.
Decidí salir a dar una vuelta por la ciudad. Fumarme un cigarrillo caminando en la noche, esto seguro me iba a refrescar la mente, quizás tomarme una cerveza. Salí de mi casa a una noche helada, una fina brisa se abría paso por las aberturas que mostraba mi avejentada camisa. Rondando por las calles ya desiertas de mi ciudad, fumando un cigarrillo tras otro, pensaba en alguna manera de activar mi dormida inspiración, estaba muy preocupado porque mi cabeza empezaba a sentir los embates de las historias atrapadas, sentía latir mis sienes con el punzante ardor de una idea, pero todo quedaba ahí. La idea se esfumaba igual que el humo de mis cigarros en la noche, y se transformaba en volutas que no tenían asidero. Muchas medias historias, que sentía que podían tener un final fantástico, digno de mis habilidades de genio, se me escapaban. En todo caso, algo me decía que estaba cerca de descubrir la salida, tenía que llegar un poco más allá, darle nuevas experiencias a mi cerebro marchito.
Camine por calles anchas, iluminadas, llenas de autos y de ruido. Los cigarros se me habían acabado y decidí buscar algún lugar en donde abastecerme, este era el único vicio que me permitía, porque era el único que, por lo menos en el corto plazo, no me iba a impedir seguir escribiendo. A lo lejos, por un callejón estrecho, vi la indistinta luz de un kiosko, decidí seguir ese pasaje y conocer un nuevo lugar de mi vieja ciudad.
Mientras caminaba vi que las paredes de ladrillo que cercaban el humilde pasaje parecían a punto de derrumbarse, muchos ladrillos estaban mojados, algunos casi desarmándose, poniendo en peligro el ya precario equilibro que parecía sostenerlas. Seguí igual mi camino, con una lógica un poco extraña pensé que si ya habían resistido sus buenos cincuenta años, no vendrían a echárseme encima ahora.
Sorteé sin problemas el pasaje, ya estaba al otro lado mirando el kiosko que vi brillar desde lejos y me quedé helado. En sus vitrinas veía todas mis historias, empastadas en diversos estilos, algunas en forma de revista, otras en forma de comics y otras simplemente como un montón de hojas impresas, como recién salidas del horno para empezar el arduo proceso de corrección. Estaban todas ahí. Miré alrededor, llamé a alguien que me atendiera, pero solo escuchaba el crujiente sonido de mi respiración llena de cigarrillos. De repente, una corriente de aire me empujó, me di vuelta sobresaltado para ver de donde venía. El pasaje ya no estaba en su lugar, las paredes de ladrillo que me guiaron tan amenazadoramente se habían cerrado, una contra la otra. Al pie de donde debía estar el callejón, estaba parado un hombre. Era de mediana estatura, tenía puesto un gabán negro que arrastraba por el suelo, un sombrero usado le caía un poco sobre la cabeza y no me dejaba verle la cara, solo se veía humo de cigarrillo que salía bordeando el ala del sombrero, subía y desaparecía, dándole a todo el cuadro un aire de misterio tipo Stephen King bastante intranquilizador.
El hombre levantó la vista y me miró. Decidí acercarme para tratar de encontrarle respuesta a lo que estaba pasando. En un principio mis pies no se movieron y tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para dar el primer paso. El hombre seguía parado sin moverse, estaba esperando que yo me acercara. Logré romper la inercia que me sujetaba al suelo y con paso suelto me dirigí hacia él. Cuando llegué a su lado pude sentir un olor dulzón, como a pasas, que emanaba de él. No era un olor desagradable, pero si extraño, como fuera de lugar. El cigarro seguía echando humo, no se lo había sacado de la boca en ningún momento, el olor a pasas mezclado con el humo del cigarro daban una sensación reconfortante, de paz. Parecía que si yo no hacía algo nos íbamos a quedar parados ahí para siempre, así que decidí hablarle.
-Buenas noches- mi voz retumbó contra la pared de ladrillos. Pude ver que el hombre se sonreía debajo del sombrero, no me pregunten como lo supe sin verle la cara, solo lo supe. Sin levantar su sombrero el hombre me saludó.
-Buenas noches- dijo con voz calmada. Hacía frío pero el parecía no sentirlo, era como si no perteneciera a este lugar, solo estaba su voz, tranquila, sedante. No esperó a que yo dijera algo y empezó a hablar.
-Hijo mío ¿sabes donde estás?-, me pregunto aún sin levantar la cabeza.
-¿Porqué me llama hijo?- pude ver un leve estremecimiento de sus hombros, pero no pareció afectar sus palabras.
-Perdona tanta familiaridad, yo trato así a todo el mundo, nada especial- pareció que un suspiro de infinita tristeza lo recorriera.
-Bueno, no se preocupe, llámeme como quiera. Lo que me interesa es saber donde estoy. Porque están todas mis obras en ese kiosko de allá y porque el pasaje por el que pasé está ahora cerrado.
El hombre seguía sin levantar la cabeza, parecía pensativo, como si estuviera muy concentrado, tratando de no cometer errores. Parecía que cualquier error sería fatal. Algo extraño me pasaba con el anciano, un aire de familiaridad parecía rodearlo, una sensación tenue de que lo conocía de algún lugar. Pero todo se perdía en un vaho de dudas al no poder llegar más allá con mis suposiciones. No tenía certeza de conocerlo, como dije, solo una sospecha, un aire, algo débil y pasajero. El anciano, interrumpiendo mi línea de pensamientos, volvió a hablar.
-Estoy aquí para ayudarte- empezó a decir muy tranquilamente, con su voz sedosa.- Me enviaron a mostrarte como puedes hacer para salir, para empezar a escribir nuevamente.
-¿Cómo que a escribir nuevamente?- dije alterándome.-¿cómo sabe que no puedo escribir?¿me ha estado siguiendo?-
-No, no te he estado siguiendo, pero te conozco, mucha gente te conoce y te quiere- el hombre parecía asustado, como si hubiera estado a punto de dar un paso en falso que no tuviera remedio.
-Estoy aquí, como te dije, para mostrarte como salir, como activar de nuevo tu mente para que escriba esos maravillosos cuentos. Si quieres volver a escribir tienes que seguirme, creer en lo que te diga ciegamente. ¿Quieres volver a escribir?.
-¡Por supuesto que sí!, es lo que más quiero en mi vida. ¿Cómo lo puedo hacer?- una sensación de felicidad me recorrió el cuerpo, al fin alguien podía ayudarme.
El hombre seguía parado donde estaba, no se movía, no parecía poder moverse. El humo seguía saliendo de un cigarrillo que parecía eterno. El olor a pasas cambió un poco, era menos dulce, más amargo. Pero no me importó, yo solo quería volver a escribir.
-Hijo, para salir de aquí necesitas toda tu fuerza de voluntad. El camino por el que llegaste ya no sirve, esta cerrado para siempre. Tienes que encontrar otro, yo te puedo guiar un poco, pero eres tú quien debe encontrarlo, solo tú sabes lo que vas a tener que hacer-. El hombre ponía toda su fuerza en sus palabras, curiosamente esto me producía una sensación desagradable. Pero decidí seguir haciéndole caso, la urgencia por escribir era muy grande.
-Se que estás trabajando en una nueva novela- me asombré que supiera sobre eso, no le había contado a nadie sobre el tema, era un proyecto mío y privado.
-Si, es un nuevo proyecto, que cambiará todo lo conocido hasta ahora en literatura, es la obra maestra de nuestra era.- dije orgulloso.
El hombre pensó un momento lo que iba a decir, parecía que esta conversación era muy delicada, como dije antes, se estaba cuidando mucho de no dar algún paso en falso.
-Esta nueva novela tuya, este salto a la fama, es el que te tiene así. Debes olvidarla. Poner toda tu fuerza de voluntad en seguir escribiendo como lo has estado haciendo.
-¿Porqué debo olvidarla?, es mi única razón para vivir. Si no puedo escribir esta novela no tengo nada más que escribir- dije empezando a molestarme.
-Tienes que creerme, solo de esta manera podrás volver a escribir- el hombre estaba asustado, sabía que no estaba logrando nada.- Esta historia te tiene atrapado, si la olvidas llegarás a donde ningún hombre a llegado. Tu talento es inmenso, pero no infinito.- Esa frase mi hirió en lo más profundo de mi ser. Y decidí empecinarme con mi idea, nunca la iba a cambiar, eso era lo único seguro en mi vida y no lo iba a soltar porque un viejo me lo decía.
El hombre empezó a borrarse, era cada vez más transparente. Trató de aferrarse a la conversación, no me quería dejar ir, sabía que si me perdía, todo el trabajo que llevaba hasta ese momento se haría aire.
-Hijo mío, escúchame, por favor te lo pido.- su voz estaba cada vez más alterada, estaba asustado. Yo apenas lo veía, estaba desapareciendo.
-No me interesa escucharte, ¿para que voy a escucharte si me pides cosas imposibles?- grité las últimas palabras.
El hombre desapareció. No quedó rastro alguno de él. Ni su olor, ni el humo del cigarro. Sentí un vacío dentro mío, como si hubiera perdido otra oportunidad. Sin embargo, al cabo de un rato ya no podía recordar la conversación, solo algunas frases aparecían sueltas en mi cabeza. Todo lo demás no tenía importancia, lo único que me interesaba ahora era mi novela, la gran novela, la historia perfecta. La pared de ladrillo se abrió y a lo lejos pude ver la avenida principal. Salí del callejón sin mirar atrás, una vez fuera me fui a mi casa y al sentarme frente al computador mi mente seguía tan vacía como antes.
2.
En una pieza del centro de Santiago dos personas lloraban. El anciano estaba sentado en la cama con la cara entre las manos, la esposa le traía un te caliente. Se podía ver en los ojos del viejo una tristeza profunda. Otro día más de lo mismo. Nada parecía cambiar. Salía todos los días de su casa con la esperanza que ese sería el día y siempre volvía a casa derrotado. Su mujer le habría la puerta con la esperanza dibujada en la cara, pero una sola mirada a su marido volvía a convertir su vida en el estropajo usado que había sido los últimos años. Pero siempre preguntaba ¿cómo te fue?. Mal, contestaba él, no pude hacer nada, parece que cada vez es más difícil. Parece que Víctor está en guardia. Que aunque no sabe lo que viene, está preparado de alguna forma. Mañana lo intentaré de nuevo.
Víctor había sido tan despierto, el hijo perfecto. Siempre le había gustado escribir y los cuentos que había publicado ganaban todos los concursos. En la noche los ancianos se acostaban, desde su pieza se veía la pieza de Víctor y a través de la puerta entreabierta se distinguía en el escritorio una máquina de escribir y un montón de papeles a un lado. El libro estaba casi terminado. Le había tomado 3 años llegar al final, solo faltaban algunas páginas. La mejor historia del mundo, le decía Víctor, la novela perfecta. Con amargura su padre se dormía todas las noches, pensando en la novela perfecta, la odiaba porque se había llevado a su hijo. Si, decía el anciano, la novela perfecta, perfecta pero inconclusa, igual que mi hijo, vivo, respirando, pero muerto.