domingo, 28 de octubre de 2007

Lamento

I
En la aurora se mecen los colgantes helechos,
cuando al pasar,
los roza con sus pensamientos.

II
En el cálido amanecer del tiempo,
en ese instante de hambre y fuego,
misterioso y escondido para el hombre,
ahí, ahí yo la he visto.

III
En el atardecer sin fin de un momento eterno,
allí en donde la alegría será perfecta sonrisa,
yo la he visto, ¡y la he amado!

IV
Más ahora, la noche oscurece hasta las estrellas,
porque apoyada mi cabeza en la almohada
una idea desgarra mis memorias,
¡la he visto!, ¡la he amado!, ¡la he sentido!
pero mi alma se hiela, ¡Oh, Dios mio!,
¡aún no la he tocado!

miércoles, 4 de abril de 2007

El Tenor

Estaba sentado frente al loquero, en una silla cómoda que recibía delicadamente cada parte de mi cuerpo. El me miraba sin decir nada con la boca y tampoco con la expresión de su rostro; pensaba para mis adentros que esta gente debe dedicar mucho tiempo de su vida para aprender como no dejar reflejar en sus gestos lo que pasa por su cabeza. Mucha gente dice que para ser psiquiatra se debe estar un poco loco y me siento afortunado que les enseñen a ocultar lo que piensan, aunque, para ser franco, la curiosidad siempre estaba presente en estas reuniones en las que yo hablaba sin recibir retroalimentación alguna, era como hablar con una pared que hacía las preguntas calculadas y precisas para evaluarme, medirme y conocer mis más profundas motivaciones y secretos.
Muchas veces me ha tocado estar sentado en estas mismas circunstancias, con un licenciado evaluando mis respuestas y observando detenidamente mis gestos anotando todo en un cuadernillo y grabando mis palabras e inflexiones de voz en una grabadora ordinaria. Pasé por muchos psiquiatras antes de llegar al actual, con el que estaba en tratamiento hace por lo menos un año. Era el médico jefe del centro donde me habían recluido, donde desperté después del evento. Pero más tarde llegaré a eso. Ahora estoy sentado esperando que el doctor Mario Becerra comience su análisis. A nadie le he contado que es lo que desató el evento porque me avergüenza que vean en el más grande tenor que ha existido una debilidad tan grande y ridícula. El más grande tenor del mundo no debería estar limitado por una tan simple y aberrante circunstancia, si, por el contrario, me afectara algún mal a la altura de mi genialidad, lo diría sin temor ya que mi necesidad dramática estaría perfectamente satisfecha. Pero al no ser el caso, me limitaré a seguir escondiendo la causa de mis pesares en todas las entrevistas médicas a que decidan someterme.
Yo estaba acostumbrado al ritual de inicio de las entrevistas, el doctor acomodó su cuaderno de notas sobre la mesa, le sacó punta al lápiz y lo dejó a un lado del cuaderno, perfectamente alineado. Puso una cinta nueva en la grabadora, apoyó los antebrazos en la mesa y se dispuso a empezar.
-Buenas tardes Claudio- dijo con voz cuidadamente serena.
-Buenas tardes doctor, ¿Cómo está su señora?-
-Está mejorando, solo fue un resfrío un poco más duro de lo habitual, pero Raquel es muy fuerte y ya está en plena recuperación. Gracias por preguntar. Pero me gustaría que habláramos de ti. Que piensas de estar en este lugar, porque crees que estás aquí.
-Si lo recordara no haríamos estas entrevistas. No sé por que me encerraron pero me imagino que algo habré hecho.
-Bueno, eso es lo que nos tiene a todos muy intrigados. Desde que entraste a este centro no he visto en ti comportamiento alguno que se asemeje al debacle que fue tu última presentación en público. Por lo mismo, me interesa mucho tu caso....
Así que le interesa mi caso, mis pensamientos apagaron la voz del doctor que bajó a un segundo plano apenas audible y mientras su voz se convertía en murmullos inestables del medio ambiente, mi cerebro tomó rumbo propio, como muchas veces lo hacía. Si el doctor adivinara la razón que tengo para no develar mi vergonzoso secreto, seguramente no me recluiría aquí por mi limitación, sino que por esa razón, inentendible para la mente inferior que no está preparada para vivir la genialidad dramática de un cantante de ópera. La última presentación que tuve en público la recuerdo muy bien; los sentimientos que recorrían mi cuerpo esa noche memorable todavía están presentes en mi memoria. Iba a cantar Aida, la tan famosa aria de Verdi que solo pueden interpretar los más eximios exponentes de este arte, entre los cuales, sin lugar a dudas, yo ocupaba el más alto sitial existente. El silencio de la habitación me alejó de mis pensamientos, el doctor había terminado de hablar y me miraba inquisidoramente, estudiándome.
-Perdón doctor, no le escuché la última frase- dije tranquilamente.
-No te preocupes- dijo acercándome un posillo con deliciosos cuadraditos de chocolate, limpio, fino y puro chocolate. Tomé uno sin demora y empecé a juguetear con el en mi boca.
-Para retomar la entrevista me gustaría que me contaras como fue el día del evento, que sentiste antes y después, con quien estuviste y todo lo que vayas recordando.
-¿Otra vez doctor?... me parece que hemos repetido está experiencia un montón de veces.
-Y siempre sale algo nuevo, esperemos que ahora sea lo que buscamos.
Di un suspiro y empecé a repetir monótonamente la historia que me sabía de memoria. Mientras estuviera contándola decidiría si agregarle o no algún detalle nuevo para dejar al doctor tranquilo, para darle su pastilla, simulando un avance en el tratamiento.
-Llevaba preparando esa presentación hace mucho tiempo, practicando todos los días desde muy temprano en la mañana hasta altas horas de la noche. Mi estado físico era sublime, cada músculo de mi cuerpo estaba a tono y mis cuerdas vocales me permitían un virtuosismo excepcional. Siempre me ayudaba un amigo que tocaba el piano a mi lado y actuaba como público exigente, criticando mis errores con inusitada violencia, mientras que, por el contrario, mis aciertos no eran adulados, solo eran aprobados con un leve gesto afirmativo de su cabeza haciéndome entender que cuando lo hacía bien estaba cumpliendo mi labor, que era lo que se esperaba de mi. Este amigo que me acompañó tanto tiempo era mi máximo secreto, porque no quería que nadie supiera que mi perfeccionamiento no solo se debiera a mi calidad sino que a un oído perfecto, técnica e interpretativamente, que me impulsaba a cruzar barreras que solo no me hubiera atrevido a saltar. Quería que todo el crédito fuera para mí. Que solo a mi me admiraran. Mi amigo, intuía mi egoísmo, natural en este tipo de profesión, y me dejaba hacer. Aunque poco a poco un resentimiento cada vez más evidente aparecía en las actitudes y comentarios de este fiel amigo. En ese entonces no me di cuenta de las señales, o por lo menos no muy concientemente, pero ahora, que estoy recluido en este sanatorio, puedo ver más claro, sin la nebulosa que la fama tendía sobre mis ojos.
El doctor me miraba sin asomo de expresión en sus gestos. Anotaba cuidadosa y meticulosamente en su libreta algunos detalles de mi conversación. Para mis adentros pensaba que debía estar anotando algunos detalles de mi amigo, detalles que estaba profundizando más en esta versión que en las anteriores.
-Como iba diciendo, la práctica con mi amigo era cada vez más descarnada, el quería que mi presentación fuera perfecta y, cada vez que emitía algún comentario era para retocar mi canto, subiendo una milésima de volumen en esta parte, bajando un poco la velocidad aquí, aumentando el tono allá. Todo iba dirigido a mi gloria y lo aceptaba dócilmente y con cierto dolor ya que no iba a permitir que sus enseñanzas llegaran a otros. No quería competencia, este era mi momento y me aferraría a el yo solo.
Estaba reviviendo la historia como nunca antes, quizás incluir más detalles de la vida de mi amigo era un error porque iba a perder el control y llegar a contarlo todo. El odio que sentía por el era grande, me hizo subir a lo más alto para dejarme caer. Pude comprender en el momento de la caída el viejo adagio que dice “Mientras más altos, más fuerte caen”. Era verdad, una cruel verdad, y como toda verdad, no depende de lo que yo quiera creer, sino que existe indefectiblemente. El relato me había agarrado, necesitaba seguir. Apenas me daba cuenta del resto de chocolate que paseaba nerviosamente por mi boca. Para mis adentros pensaba que el doctor debería comprar chocolates de mejor calidad, lo que estaba comiendo parecía una bola de azúcar dura, no le di mayor importancia y continué el relato cada vez más inspirado.
-El día de la presentación no canté ninguna sola vez. Me levanté tarde porque quería estar lo más descansado posible, tomé un desayuno sano, unas tostadas con mantequilla y un te de hierbas con un toque de azúcar. Dejé el teléfono descolgado todo el día porque odiaba su impertinente repique. Me duché en la tarde después de pasar todo el día echado en mi sillón preferido escuchando música y leyendo. Cuando ya no faltaban más de treinta minutos para el inicio del espectáculo di los últimos retoques a mi indumentaria, una mirada final al espejo que estaba detrás de la puerta me indicó que todo parecía estar en su lugar y salí decidido por la puerta principal de mi casa a subirme al auto que me esperaba, hace por lo menos veinte minutos, fuera de casa. Recuerdo claramente que era un día frío, corría un poco de viento helado, aunque no molestaba. En todo caso, a mi no me importaba nada más que mi presentación y ningún detalle externo apartaba mi cerebro de la continua repetición de notas, escalas y tiempos que había memorizado este último tiempo. Por supuesto que el chofer del auto era mi compañero de prácticas, con el que cultivaba esta extraña amistad.

Hice una pausa para tomar un poco de aire y, porque no decirlo, para tomar otro chocolate del posillo que el doctor anteriormente me había ofrecido. Recuerdo que durante mi carrera no podía probar el chocolate con toda la libertad que hubiera deseado, por dos razones, la obvia es que me haría subir de peso y la otra, la que en verdad me impedía comerlo, era que cuando comía chocolate la voz se empalagaba y perdía mucho de las sutilezas que era capaz de darle mi educada garganta. Pero bueno, ahora ya no era momento de cuidarme, así que cuando se me presentaba la ocasión, tomaba cuanto chocolate había a mi alcance y disfrutaba deshaciéndolo delicadamente entre la lengua y el paladar. Me gustaba el chocolate de calidad, el que se deshace en la boca y no en las manos; y aunque el chocolate que me ofrecía el doctor no era muy bueno, todavía tenía unas bolitas en la boca que no había podido deshacer, seguía echándome pedazos cuando podía.
-Después de subirme al auto le dije a mi amigo que estaba listo, que me sentía absolutamente dispuesto para cantar Aida como ningún mortal antes se había atrevido a interpretarla. Recuerdo que también le dije que este iba a ser mi más memorable concierto, el que indiscutiblemente me iba a hacer saltar a la fama mundial. Mi amigo no dijo nada, como siempre hacía cuando no había nada importante que decir, encendió el auto y se dirigió al palacio de la ópera. Fue un viaje silencioso, yo recostado en el asiento trasero, con los ojos medio cerrados mirando apenas el paisaje que pasaba, como una película, por la ventana del auto. Llegamos sin novedad al teatro y entramos por el backstage para no ser molestados por el público, después llegaría el momento en que me tocaría hablar con el público, después de mi canto, después de la gloria.
Mientras contaba la historia notaba que la estaba viviendo de nuevo, el doctor se daba cuenta y no quería interrumpirme, sabía que iba a llegar más lejos que de costumbre y una urgencia descabellada estaba tomando posesión de mis palabras. Temía llegar al punto de contar mi secreto, pero igual tenía que seguir. Mi necesidad dramática me impulsaba a contar esta vez todo lo que me pasaba, como si fuera mi última presentación en público. Aunque el público esta vez no fuera de un nivel muy alto, era lo mejor a lo que podía optar. Así que seguí contando mi historia, dispuesto a llegar al final.
-Entré al teatro y por la cortina pude ver los palcos llenos de gente, todos ansiosos de escucharme. Y yo estaba dispuesto a hacerlos escucharme. En el podio desde donde iba a cantar estaba el vaso de agua habitual que mi amigo siempre se encargaba de poner en su lugar. No era ni muy frío ni muy caliente, lo suficiente para aclarar mi garganta, pero no para desestabilizar mis cuerdas vocales. Antes de entrar al escenario metía mi mano al bolsillo de mi chaqueta para tocar lentejas, una cábala estúpida, pero que religiosamente llevaba a cabo antes de salir a escena y durante los cantos siempre las tocaba para sentirme seguro. También era mi amigo el encargado de ponerlas en mi bolsillo. Y él, que conocía todos mis secretos, uso este sencillo método para destruir mi carrera. El sabía de mi terror y lo usó contra mi.
Saqué otro chocolate mientras bailaban en mi boca los pedazos de los chocolates anteriores que no querían deshacerse. El doctor me miraba intrigado, al fin iba a tener las respuestas que tanto tiempo había buscado. Y no lo quise decepcionar.
-Llegó el momento de entrar a cantar y metí mi mano a la chaqueta, toqué las lentejas, que tenían una textura extraña, y di el primer paso. La ovación fue monumental. Otro paso, y otro más. Ya estaba frente al podio, sin micrófono porque mi potente voz no los necesitaba. Apoyé una mano sobre el podio y la otra jugueteaba con las lentejas de mi bolsillo.
El doctor me miraba cada vez más ansioso y yo mascaba nerviosamente los pedazos de chocolate rebelde que no querían deshacerse. Seguí el relato, quería terminar rápido para salir de la consulta y botar este chocolate infecto.
-Todo parecía estar en orden, el vaso de agua en su lugar, el público aplaudiendo de pie mi aparición, la locura, la vibrante emoción de los aplausos, todo era perfecto.
Menos el chocolate que todavía seguía masticando. Cómprese una buena marca pues doctor.
-Saqué la mano de mi bolsillo para hacer callar al público. La levante frente a mi y los aplausos empezaron a menguar y la gente a sentarse. Todos preparándose para escucharme. Estaba en el pináculo de mi gloria. La tensión del ambiente era gigante. No volaba ninguna mosca. En ese momento, en que todo encajaba, vi en mi mano la perdición. Di vuelta mi cara para mirar tras bambalinas a mi amigo, que estaba parado con una sonrisa de odio dibujada en su cara. Se había vengado. Esta era su hora de gloria, una gloria oscura, pero gloria al fin y al cabo. Pegada a mi dedo, arrugada y sucia, estaba la causa de todos mis miedos. De mis ridículos y poco dramáticos miedos. De mis sencillos y pueriles miedos. Había una pasa, una uva marchita por el sol, un desperfecto de la vida, pegada como una lapa, resbalando de a poco, yo con mi mano inmóvil junté aire para un grito, un grito de niño asustado. La pasa cayó al suelo y mis ojos ya no pudieron despegarse de ella cuando caí arrodillado junto a ella y grité y lloré, desvalido ante el mayor de mis temores. Eso es todo lo que recuerdo doctor, y ese es el terrible secreto que he guardado tanto tiempo. El más grande tenor de nuestro tiempo le tiene miedo a las pasas, unas fobia incontrolable contra esta deformidad de la creación. Desde niño me a perseguido este terror y nunca lo he enfrentado. No me va a creer pero nunca he probado una pasa, y no puedo llegar a imaginarme que pasaría si tuviera una de esas pastillas venenosas en mi boca. Bueno, eso es todo, espero que le haya servido.
Terminé la historia con los ojos bajos, sin mirar al doctor, rumiando el chocolate de mala calidad que no se deshacía en mi boca. Esperé un rato con los ojos bajos a que el doctor dijera algo, pero el silencio era sepulcral. Ni siquiera escuchaba el monótono roce que producía el lápiz del doctor en el cuadernillo. Finalmente levanté la vista y miré fijamente al doctor. Lo que vi me dejó helado. El doctor me miraba con la cara desencajada, estaba pálido, el lápiz se le había resbalado de los dedos y estaba tirado sobre la mesa. Todavía masticaba el chocolate cuando mi cerebro hizo clic. Abrí la boca y escupí una masa latiguda y oscura sobre mi mano. Lo que había estado masticando no era chocolate, eran pasas. Mientras contaba mi historia había tenido en mi boca ese sucio manjar. Había envenenado mis dientes, mi paladar, mi lengua. Todo entero estaba lleno de veneno, lleno de pasas. El terror se apoderó de mi, mientras corría por los pasillos del sanatorio con convulsiones incontrolables, mientras sentía que mi cerero rompía sus últimas ataduras con la realidad y pensaba que ahora sí que había una razón para que me tuvieran aquí dentro.

lunes, 5 de marzo de 2007

El loro muerto

Esta es una historia que quizás conocen o quizás no, pero es interesante y creo que merece que le dedique algunas líneas para que subsista en el tiempo y no desaparezca y se deforme al estar solo grabada en la inestable vaguedad de mi memoria. Por experiencia he notado que una buena historia que solo vive en la memoria pierde los detalles que la hacen vivir como un relato digno, la escritura es una herramienta que permite, con mayor o menor belleza, de acuerdo a las capacidades del escritor, llevar a cabo la tarea que me ocupa y es, por lo menos desde mi punto de vista, la más perfecta. Me han dicho, y estoy de acuerdo, que la belleza también radica en el uso moderado de la palabras, por lo tanto, para no abusar innecesariamente de ellas, iniciaré el relato que me motivó a sentarme frente a mi máquina de escribir.Cuando joven, yo vivía en el campo junto a mi familia. Mi padre, mi madre y un hermano un año menor que yo. La casa era antigua, rodeada de pasillos de baldosa. Las paredes eran rojo ladrillo y el techo tenía una altura considerable, según recuerdo, aproximadamente debían ser unos 5 metros. El pasto contrastaba maravillosamente con las rojas baldosas del pasillo y con el blanco inmaculado de los pilares que, cada tres metros, sostenían el techo que lo cubría. Los colores presentaban a cada hora del día un juego agradable a los ojos. En la mañana, el rocío depositado sobre los pilares y el pasto, brillaba dándole a todo el ambiente un aire de frescura sublime; a medio día, el calor deformaba la percepción, los pasillos se veían más largos y el pasto producía tanta humedad, que estar cerca de él era como entrar a un baño Turco. En esa hora del día, el único lugar posible de habitar era el interior de la casa. Las paredes de adobe, de un metro de ancho, lograban que las piezas conservaran la frescura de la primavera. Dentro de la casa, la temperatura era perfecta, y era mi lugar preferido durante el día. Pero la noche era la que producía las impresiones más vivas a mi joven cerebro. Quizás porque los colores nocturnos son más difusos, la mente puede darle interpretaciones más lejanas a la realidad. Era en esos momentos, que yo vivía más profundamente que a cualquier otra hora. Las noches de luna llena, eran particularmente agradables, y cuando el calor inclinaba su frente y dejaba paso a las refrescantes brisas de verano, podía pasar muchas horas sentado fuera de mi pieza, en una silla de lona, mirando la oscuridad e imaginando inflexiones en las sombras que estimulaban mi despierta imaginación.Recuerdo muy bien que fue en una noche como esas cuando vi al perro. No era un perro cualquiera, sino que nuestro perro, Bruno; un pastor alemán de fina raza que nos había acompañado los últimos diez años. El perro era pura fidelidad y obediencia, pero esa noche, cuando lo llamé para que viniera a mi lado, siguió su camino, no sin antes detenerse para hacerme notar que me había escuchado, pero que lamentablemente no podía obedecerme. Yo adoraba a ese perro, tenía una personalidad mágica, sabía hacerse entender a la perfección. Podía levantar las cejas o mirarte con ojos de alegría, pena o indiferencia, para hacerte saber claramente lo que pensaba de cada situación.Como dije, el perro no me obedeció y siguió su camino, adentrándose entre las sombras, donde la luz de la casa ya no llegaba y la de la luna no se asomaba. Seguí sentado en mi silla mirando la oscuridad, imaginando sombras vivas y esperando que apareciera Bruno. Algo en su caminar y su forma de desaparecer entre los arbustos me intrigó. Pero no lo vi de nuevo esa noche. Fatigado ya, me fui a acostar, dejando para la lucidez de la mañana cualquier pensamiento en relación al comportamiento de Bruno.Al día siguiente, en la mañana, Bruno me estaba esperando en el pasillo frente a mi puerta, siguiendo una costumbre que ya llevaba una década. Bruno estaba acostado sobre las baldosas tratando de contactar la mayor parte posible de su cuerpo con el frío suelo. Solo había una cosa que escapaba a lo normal y cuando la vi, un estremecimiento me recorrió el cuerpo; a los pies de Bruno, yacía muerto el loro regalón de nuestras vecinas, dos ancianitas que desde que tengo uso de memoria han sido igual de viejas, apenas caminando, pareciendo que con cada paso que dieran fueran a desarmarse y quedar repartidas por ahí. El loro era su única compañía y Bruno, en un ataque de incomprensible locura, había entrado a su casa y ahora descansaba con el loro sucio y seco, entre sus patas. Lo mostraba como un trofeo y me lo ofrecía como un invaluable regalo, que debía aceptar si no quería herir sus sentimientos caninos. No me quedó otra que tomar el loro y llevarlo dentro de casa.El problema que se me presentaba ahora era como lograr que las ancianitas no se dieran cuenta que Bruno había matado a su loro, seguramente todo el lugar estaría lleno huellas delatoras del paso de mi perro, pisadas, babas, olores, y seguramente la jaula estaría destrozada por las fuertes sacudidas que Bruno debió haberle propinado para abrirla. Pensé rápidamente en algún plan para proteger a Bruno de la justificada ira de que sería víctima. La única solución, a mi parecer, fue ir inmediatamente a la casa de las ancianas, borrar todas las huellas que podría haber dejado Bruno y meter al loro en su jaula, simulando una muerte natural o, por lo menos, una en que no hubiera intervenido Bruno. Partí inmediatamente hacia la casa de las ancianas, seguí el camino más probable que podría haber tomado Bruno, para ir borrando las huellas delatoras, pero extrañamente no pude encontrar ningún indicio de su aventura nocturna. Quizás tomó otro camino, pensé.Al llegar a la casa de las ancianas noté con agrado que ellas no estaban, las cortinas corridas no dejaban ver hacia el interior, la puerta principal estaba con llave y una inconfundible mezcla de encierro y silencio completaban el cuadro de casa solitaria. Lo más probable es que hubieran salido la noche anterior y no supieran nada de la desaparición del loro. Este acontecimiento me tranquilizó ya que era poco probable que volvieran antes del atardecer.Entré por la ventana del living esperando encontrar una escena de lucha de proporciones descomunales, pero no fue así. No había indicio evidente que indicara que Bruno había matado al loro. La jaula, intacta, colgaba de su gancho habitual en el medio del living y no había ninguna mancha en las alfombras. Todo me empezó a parecer muy extraño, además, una mirada más cercana me permitió darme cuenta que estaba cerrada. Era altamente improbable que Bruno o el loro la hubieran abierto, si esta hubiese estado abierta, la cerrasen. Nada calzaba con la escena que me había imaginado. Mi atareado cerebro encontró como explicación posible, que las ancianas hubiesen dejado al loro libre mientras ellas iban a la ciudad, para que no se sintiera además de solo, aprisionado; Bruno entró por la ventana, lo pilló sobre el brazo del sofá, y antes que el loro se diera cuenta lo atacó por la espalda y lo mató instantáneamente. Esto explicaría la ausencia de lucha en el lugar, pero aún no podía entender como había entrado un perro a la casa sin dejar ninguna huella ¿Acaso se había limpiado los pies(patas) antes de entrar?; Decidí no dedicarle más tiempo al problema y dejé al loro, lo más limpio y compuesto posible, sobre el sillón del living. Quizás se preguntará, querido lector, porque dejé al loro en el sillón del living y no en la jaula correspondiente, y eso tiene una muy sencilla explicación, la escena que vi, me permitió darme cuenta que no era necesario proteger a Bruno ya que nada evidenciaba su autoría, incluso yo ya empezaba a dudar del hecho, pero la imagen de Bruno con el loro a sus pies era demasiado concluyente. Además, la jaula estaba cerrada y quería dejar las cosas tal como estaban, no hacer cambios innecesarios al entorno.Salí rápidamente de la casa y en diez minutos estaba sentado en mi silla de lona, mirando el paisaje. Me quedé en la silla hasta que empezó a oscurecer. Era ya tarde, como las nueve de la noche, cuando sentí el carruaje de las vecinas llegar tranquilamente, como adormecido por las luces lunares de la noche. Esperé unos veinte minutos para ver si había una reacción extraña en la casa de las ancianitas. Sentado en mi silla de lona, jugaba con las sombras cuando una imagen muy clara apareció entre ellas. Las dos viejitas, muy abrazadas, caminaban asustadas por entre el cerco que separaba nuestras casas. Era obvio que habían visto al loro y esto las había afectado, pero lo que yo no podía entender era porque estaban asustadas, ya que según mi experiencia, el sentimiento correspondiente a estas situaciones era el desconsuelo, no el miedo.Me puse de pié para ayudar a las temerosas visitas y ellas, necesitadas de apoyo, se acercaron caminado más rápido de lo habitual, poniendo en peligro el delicado equilibrio que las mantenía en pie. Sin embargo, nada pasó, llegaron completas y me miraron. Supuse que debía empezar a calmar a las señoritas y les pregunté delicadamente que les pasaba.-Miré joven- empezó una de ellas- nos pasó la cosa más extraña que pueda imaginar.Preparado para lo inevitable, las invité a continuar.-Acabamos de llegar de la ciudad y, la cosa más extraña, encontramos a nuestro loro muerto en el living.En ese momento las interrumpí, di mi pésame y usé toda mi capacidad de convencimiento para demostrarles que a veces los animales mueren sin explicación, que era muy poco lo que sabíamos, incluso del funcionamiento corporal del hombre, como para asombrarnos de una muerte así. Se me ocurrieron muchas otras explicaciones que presenté categórica y ordenadamente, siempre tratando de justificar la muerte del loro.Las ancianitas me miraban extrañadas, tratando de comprender sobre que les estaba hablando. Para ellas parecía que la historia que les estaba contando pasaba en cámara lenta. De repente, una de ellas, se da un golpe en la cabeza y dice.-Joven, usted no nos está entendiendo. Nuestro problema no es la muerte del loro.-¿Cómo dice?- pregunté ya sin palabras y sin explicaciones.-Lo que le digo pues. El problema no es con la muerte del loro.Una luz estaba entrando a mi cabeza nublada ¿Sería posible que.....?, claro, era la razón, ya estaba todo claro. Cuando la idea apareció en mi cabeza, escuché a la anciana confirmarlo.-El loro murió hace una semana. Lo que no nos explicamos es como salió del hoyo donde lo habíamos enterrado y apareció en el living.La luz de la luna creaba imágenes extrañas en las sombras mientras las viejitas me miraban y yo pensaba en mi increíble estupidez.

viernes, 23 de febrero de 2007

Un poco de cada cosa: (o la Casi Historia)

Antes de leer el siguiente relato permítanme intercalar algunas palabras. Cuando me decidí a escribir este relato fue para ensayar algunas técnicas de escritura que pretendía mejorar, o simplemente, usarlas por primera vez. Y aunque la historia no tiene mucho sentido, me decidí a publicarla porque con buena voluntad, tiene pasta de casi-historia, aunque de repente parezca ser un montón de ideas salpicadas. Así que, estimado lector, si quiere seguir leyendo que sea bajo su propia responsabilidad y por favor, que sea con buena voluntad.

1.
Todos los días me levanto a la misma hora, me siento frente a mi máquina de escribir y me concentro en terminar la novela que está amontonada en mi escritorio juntando polvo. No se cuantas veces la he releído para poder encontrar el hilo conductor que me lleve al final. Apenas sale el sol ya estoy sentado frente a mi máquina de escribir y todas las tardes salgo a caminar para refrescar mi mente y buscar la inspiración que me haga completarla. Cada día me convenzo más que no soy capaz de lograrlo.
Todavía recuerdo como empezó todo, hace tres años, cuando decidí presentarme voluntario a un concurso de literatura que se hacía en mi universidad. En esa época todo era normal, la creatividad me chorreaba por los poros, si se me permite usar esa expresión un tanto vulgar, pero fantásticamente exacta. Escribía cuentos a la velocidad de una metralleta, mis dedos se acalambraban sobre el teclado, tenía dolores en todas las articulaciones, mi cuerpo estaba rebosante de café y cigarrillos, pero lo importante, y la razón por la que escribía, era que mi cabeza estaba en paz. Cualquier inspiración la convertía en una obra de arte.
Al momento del concurso podía elegir a gusto entre los cientos de cuentos guardados en mis archivadores, pero no lo hice. Había algo que me decía que para este concurso tenía que lucirme, tenía que abrir mi cerebro a lo inalcanzable, crear una nueva forma de escribir, destronar a los clásicos, marcar el nuevo camino para las jóvenes manos que se lanzan inciertas sobre un teclado maldito, que encierra todas las historias, todos los cuentos en una confusión infinita. Dirán quizás que la soberbia me había enceguecido, pero estuve a punto de conseguirlo. La idea rondaba mi cabeza, siempre la tuve en la punta de la lengua, o más bien dicho, de los dedos. Estuve a punto de terminarla, pero nunca pude escribir el final, intenté miles de finales distintos, pero cada uno de ellos, el releerlos de noche en mi cama, me parecía más inverosímil que el anterior, el esfuerzo que hacía, cada vez más sobrehumano, para lograr un final acorde a la maestría del libro significaban resultados siempre más pobres e insatisfactorios. Finalmente, derrotado por mi incapacidad, elegí el primer cuento que me cayó en las manos y lo envié. Era un cuento de marcianos, tipo Ray Bradbury, interesante, entretenido y, por cierto, extraño.
Mientras recordaba, mis dedos estaban a algunos milímetros de las teclas, a veces rozándolas, tratando de agarrar la historia que se me había escapado por tanto tiempo, estuve horas sentado y nada, mi mente estaba seca. Pasé un momento más en esa posición, mis dedos sobre el teclado, mi cabeza levemente reclinada y mis ojos mirando una pantalla cada vez más borrosa. Al final me paré de mi silla y fui a mirar por la ventana, era de noche, apoyé mis manos en el borde de madera y mi frente en el vidrio helado, quería que se enfriara mi cabeza. Los preguntas se atropellaban, ¿por qué no podía escribir?¿por qué el mejor escritor del mundo estaba sin ideas?¿por qué la creatividad se me negaba?.
Decidí salir a dar una vuelta por la ciudad. Fumarme un cigarrillo caminando en la noche, esto seguro me iba a refrescar la mente, quizás tomarme una cerveza. Salí de mi casa a una noche helada, una fina brisa se abría paso por las aberturas que mostraba mi avejentada camisa. Rondando por las calles ya desiertas de mi ciudad, fumando un cigarrillo tras otro, pensaba en alguna manera de activar mi dormida inspiración, estaba muy preocupado porque mi cabeza empezaba a sentir los embates de las historias atrapadas, sentía latir mis sienes con el punzante ardor de una idea, pero todo quedaba ahí. La idea se esfumaba igual que el humo de mis cigarros en la noche, y se transformaba en volutas que no tenían asidero. Muchas medias historias, que sentía que podían tener un final fantástico, digno de mis habilidades de genio, se me escapaban. En todo caso, algo me decía que estaba cerca de descubrir la salida, tenía que llegar un poco más allá, darle nuevas experiencias a mi cerebro marchito.
Camine por calles anchas, iluminadas, llenas de autos y de ruido. Los cigarros se me habían acabado y decidí buscar algún lugar en donde abastecerme, este era el único vicio que me permitía, porque era el único que, por lo menos en el corto plazo, no me iba a impedir seguir escribiendo. A lo lejos, por un callejón estrecho, vi la indistinta luz de un kiosko, decidí seguir ese pasaje y conocer un nuevo lugar de mi vieja ciudad.
Mientras caminaba vi que las paredes de ladrillo que cercaban el humilde pasaje parecían a punto de derrumbarse, muchos ladrillos estaban mojados, algunos casi desarmándose, poniendo en peligro el ya precario equilibro que parecía sostenerlas. Seguí igual mi camino, con una lógica un poco extraña pensé que si ya habían resistido sus buenos cincuenta años, no vendrían a echárseme encima ahora.
Sorteé sin problemas el pasaje, ya estaba al otro lado mirando el kiosko que vi brillar desde lejos y me quedé helado. En sus vitrinas veía todas mis historias, empastadas en diversos estilos, algunas en forma de revista, otras en forma de comics y otras simplemente como un montón de hojas impresas, como recién salidas del horno para empezar el arduo proceso de corrección. Estaban todas ahí. Miré alrededor, llamé a alguien que me atendiera, pero solo escuchaba el crujiente sonido de mi respiración llena de cigarrillos. De repente, una corriente de aire me empujó, me di vuelta sobresaltado para ver de donde venía. El pasaje ya no estaba en su lugar, las paredes de ladrillo que me guiaron tan amenazadoramente se habían cerrado, una contra la otra. Al pie de donde debía estar el callejón, estaba parado un hombre. Era de mediana estatura, tenía puesto un gabán negro que arrastraba por el suelo, un sombrero usado le caía un poco sobre la cabeza y no me dejaba verle la cara, solo se veía humo de cigarrillo que salía bordeando el ala del sombrero, subía y desaparecía, dándole a todo el cuadro un aire de misterio tipo Stephen King bastante intranquilizador.
El hombre levantó la vista y me miró. Decidí acercarme para tratar de encontrarle respuesta a lo que estaba pasando. En un principio mis pies no se movieron y tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para dar el primer paso. El hombre seguía parado sin moverse, estaba esperando que yo me acercara. Logré romper la inercia que me sujetaba al suelo y con paso suelto me dirigí hacia él. Cuando llegué a su lado pude sentir un olor dulzón, como a pasas, que emanaba de él. No era un olor desagradable, pero si extraño, como fuera de lugar. El cigarro seguía echando humo, no se lo había sacado de la boca en ningún momento, el olor a pasas mezclado con el humo del cigarro daban una sensación reconfortante, de paz. Parecía que si yo no hacía algo nos íbamos a quedar parados ahí para siempre, así que decidí hablarle.
-Buenas noches- mi voz retumbó contra la pared de ladrillos. Pude ver que el hombre se sonreía debajo del sombrero, no me pregunten como lo supe sin verle la cara, solo lo supe. Sin levantar su sombrero el hombre me saludó.
-Buenas noches- dijo con voz calmada. Hacía frío pero el parecía no sentirlo, era como si no perteneciera a este lugar, solo estaba su voz, tranquila, sedante. No esperó a que yo dijera algo y empezó a hablar.
-Hijo mío ¿sabes donde estás?-, me pregunto aún sin levantar la cabeza.
-¿Porqué me llama hijo?- pude ver un leve estremecimiento de sus hombros, pero no pareció afectar sus palabras.
-Perdona tanta familiaridad, yo trato así a todo el mundo, nada especial- pareció que un suspiro de infinita tristeza lo recorriera.
-Bueno, no se preocupe, llámeme como quiera. Lo que me interesa es saber donde estoy. Porque están todas mis obras en ese kiosko de allá y porque el pasaje por el que pasé está ahora cerrado.
El hombre seguía sin levantar la cabeza, parecía pensativo, como si estuviera muy concentrado, tratando de no cometer errores. Parecía que cualquier error sería fatal. Algo extraño me pasaba con el anciano, un aire de familiaridad parecía rodearlo, una sensación tenue de que lo conocía de algún lugar. Pero todo se perdía en un vaho de dudas al no poder llegar más allá con mis suposiciones. No tenía certeza de conocerlo, como dije, solo una sospecha, un aire, algo débil y pasajero. El anciano, interrumpiendo mi línea de pensamientos, volvió a hablar.
-Estoy aquí para ayudarte- empezó a decir muy tranquilamente, con su voz sedosa.- Me enviaron a mostrarte como puedes hacer para salir, para empezar a escribir nuevamente.
-¿Cómo que a escribir nuevamente?- dije alterándome.-¿cómo sabe que no puedo escribir?¿me ha estado siguiendo?-
-No, no te he estado siguiendo, pero te conozco, mucha gente te conoce y te quiere- el hombre parecía asustado, como si hubiera estado a punto de dar un paso en falso que no tuviera remedio.
-Estoy aquí, como te dije, para mostrarte como salir, como activar de nuevo tu mente para que escriba esos maravillosos cuentos. Si quieres volver a escribir tienes que seguirme, creer en lo que te diga ciegamente. ¿Quieres volver a escribir?.
-¡Por supuesto que sí!, es lo que más quiero en mi vida. ¿Cómo lo puedo hacer?- una sensación de felicidad me recorrió el cuerpo, al fin alguien podía ayudarme.
El hombre seguía parado donde estaba, no se movía, no parecía poder moverse. El humo seguía saliendo de un cigarrillo que parecía eterno. El olor a pasas cambió un poco, era menos dulce, más amargo. Pero no me importó, yo solo quería volver a escribir.
-Hijo, para salir de aquí necesitas toda tu fuerza de voluntad. El camino por el que llegaste ya no sirve, esta cerrado para siempre. Tienes que encontrar otro, yo te puedo guiar un poco, pero eres tú quien debe encontrarlo, solo tú sabes lo que vas a tener que hacer-. El hombre ponía toda su fuerza en sus palabras, curiosamente esto me producía una sensación desagradable. Pero decidí seguir haciéndole caso, la urgencia por escribir era muy grande.
-Se que estás trabajando en una nueva novela- me asombré que supiera sobre eso, no le había contado a nadie sobre el tema, era un proyecto mío y privado.
-Si, es un nuevo proyecto, que cambiará todo lo conocido hasta ahora en literatura, es la obra maestra de nuestra era.- dije orgulloso.
El hombre pensó un momento lo que iba a decir, parecía que esta conversación era muy delicada, como dije antes, se estaba cuidando mucho de no dar algún paso en falso.
-Esta nueva novela tuya, este salto a la fama, es el que te tiene así. Debes olvidarla. Poner toda tu fuerza de voluntad en seguir escribiendo como lo has estado haciendo.
-¿Porqué debo olvidarla?, es mi única razón para vivir. Si no puedo escribir esta novela no tengo nada más que escribir- dije empezando a molestarme.
-Tienes que creerme, solo de esta manera podrás volver a escribir- el hombre estaba asustado, sabía que no estaba logrando nada.- Esta historia te tiene atrapado, si la olvidas llegarás a donde ningún hombre a llegado. Tu talento es inmenso, pero no infinito.- Esa frase mi hirió en lo más profundo de mi ser. Y decidí empecinarme con mi idea, nunca la iba a cambiar, eso era lo único seguro en mi vida y no lo iba a soltar porque un viejo me lo decía.
El hombre empezó a borrarse, era cada vez más transparente. Trató de aferrarse a la conversación, no me quería dejar ir, sabía que si me perdía, todo el trabajo que llevaba hasta ese momento se haría aire.
-Hijo mío, escúchame, por favor te lo pido.- su voz estaba cada vez más alterada, estaba asustado. Yo apenas lo veía, estaba desapareciendo.
-No me interesa escucharte, ¿para que voy a escucharte si me pides cosas imposibles?- grité las últimas palabras.
El hombre desapareció. No quedó rastro alguno de él. Ni su olor, ni el humo del cigarro. Sentí un vacío dentro mío, como si hubiera perdido otra oportunidad. Sin embargo, al cabo de un rato ya no podía recordar la conversación, solo algunas frases aparecían sueltas en mi cabeza. Todo lo demás no tenía importancia, lo único que me interesaba ahora era mi novela, la gran novela, la historia perfecta. La pared de ladrillo se abrió y a lo lejos pude ver la avenida principal. Salí del callejón sin mirar atrás, una vez fuera me fui a mi casa y al sentarme frente al computador mi mente seguía tan vacía como antes.
2.
En una pieza del centro de Santiago dos personas lloraban. El anciano estaba sentado en la cama con la cara entre las manos, la esposa le traía un te caliente. Se podía ver en los ojos del viejo una tristeza profunda. Otro día más de lo mismo. Nada parecía cambiar. Salía todos los días de su casa con la esperanza que ese sería el día y siempre volvía a casa derrotado. Su mujer le habría la puerta con la esperanza dibujada en la cara, pero una sola mirada a su marido volvía a convertir su vida en el estropajo usado que había sido los últimos años. Pero siempre preguntaba ¿cómo te fue?. Mal, contestaba él, no pude hacer nada, parece que cada vez es más difícil. Parece que Víctor está en guardia. Que aunque no sabe lo que viene, está preparado de alguna forma. Mañana lo intentaré de nuevo.
Víctor había sido tan despierto, el hijo perfecto. Siempre le había gustado escribir y los cuentos que había publicado ganaban todos los concursos. En la noche los ancianos se acostaban, desde su pieza se veía la pieza de Víctor y a través de la puerta entreabierta se distinguía en el escritorio una máquina de escribir y un montón de papeles a un lado. El libro estaba casi terminado. Le había tomado 3 años llegar al final, solo faltaban algunas páginas. La mejor historia del mundo, le decía Víctor, la novela perfecta. Con amargura su padre se dormía todas las noches, pensando en la novela perfecta, la odiaba porque se había llevado a su hijo. Si, decía el anciano, la novela perfecta, perfecta pero inconclusa, igual que mi hijo, vivo, respirando, pero muerto.

miércoles, 17 de enero de 2007

Soledad

Estas líneas que hoy escribo sentado frente a estas cuartillas de papel amarillo, bajo la sombra del sauce que me vio con sus tristes ramas coronadas ya de tantos años, corretear y reír con mis amigos retozando feliz en esa edad en que nada nos preocupa, hasta ahora en que sentado bajo él, comprendo cada día más la razón de su tristeza.
Éstas líneas, como iba diciendo, encierran las intrigas que se juntaron en mi vida, ya de niño, viejo y adolescente. Intrigas que a un tiempo, cuando yo no era tan experto en las cosas de la vida, me arrancaron, con suspiros, muchos años que ahora yo reclamaría si supiera a quien hacerlo, donde y cuando.
Me tienta en este momento encender un cigarro y aspirar su amargo vapor para calmar un poco mis memorias; para encontrar en la calma de esta tarde que se cierne ya sobre mi cabeza, enrojeciendo con sus últimos despojos de vida los montes orgullosos, las últimas palabras que este día me permite.
La prosa que ahora nace de mi imaginación, después de mojar mi pluma con los labios y llenarla de algunos recuerdos, es la que me permite, cada día, encontrar la fuerza para en la noche caminar por los pasillos que guían mis pasos hacia el lecho en que he llorado y reído, y depositar, con temor a los sueños que pueda tener, mi cabeza en la solitaria almohada que hace años recibe solo mis llantos.
En la extensión de las planicies que se acuestan a mis pies y arrancan caprichosas atravesando sendas que a la lejanía se vuelven invisibles, veo una doncella que presurosa desliza sus pies por entre la hierba azotando delicadamente el borde de su vestido, mientras con paso incierto se dirige quien sabe donde, si acaso donde ira todas las tardes, a besar los labios de un joven que la hechiza con su romántica juventud, o quizá hacia su casa, para recibir a su padre después de un largo viaje; quien sabe.
A lo lejos, y a un compás desconocido para mí, se oye una música, como si las cuerdas a un toque fueran afinadas y en un instante, con un murmullo, tocaran manos diestras la melodía de la tarde, acompañada de brisas que peinan los prados y llueven desordenadas, formando a su paso, con un toque imperceptible, figuras extrañas en las hierbas.

El sol desaparece a mis espaldas dibujando mi sombra de variadas y extrañas formas que se alzan y destiñen cada vez confundiéndose más con la oscuridad.
Admirando, ya de noche, el jugueteo de las luciérnagas, que saltando nerviosas y fosforescentes, ya frente a mí, ya más distantes, y poniendo oído fino al sutil aumento de los sonidos nocturnos, llega a mi mente, sin previo aviso y ya cuando mis defensas habían cedido camino a la modorra, el pálido y distante sonido de un recuerdo. Mi memoria se estremece, mientras el recuerdo, arañando los pilares que en un tiempo han impedido su paso a los anales presentes de mi realidad, se abre paso escarbando y despertando nuevas heridas, que dormidas, vienen a nublar con su perenne dolor el instante en que ahora han decidido aparecer en mi vida.
Toca en este momento, ya agarrándome con dolor de los últimos respiros que mis pulmones son capaces de producir, el tiempo en que Dios a querido que lo que yo escribo y ustedes leen en este momento llegue a su fin; cualquier hombre ya recostado en su lecho de muerte debería decir palabras que lo recordaran, las cuales escritas en su lápida enseñarían a las futuras generaciones los errores en que no deberían caer, la manera óptima de vivir y otras cosas por el estilo. Lamentablemente yo no las sé en este momento.
Bien, terminaré. Cada letra que sale de mi pluma me arranca con sus garras, como lo hicieron en el transcurso de mi vida, jirones de mi cuerpo, por lo que, temiendo ya que el Señor se digne a llevarme a su lado, o eso espero, diré mis últimas palabras; Quiero una tumba sencilla en un cementerio ordinario, el funeral queda a disposición de mis parientes.
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La Caravana seguía su camino, surcando el prado, ahora mudo. A lo lejos, si uno forzaba la mirada, descansaba una mancha oscura al pie de un sauce llorón. Nadie la vio, pero la caravana, a su manera, lloraba la muerte, chirriando sus ejes de vez en cuando, anunciando la soledad.

miércoles, 10 de enero de 2007

Un día más

-¿Querido? –dijo mi esposa –No olvides pasar por la lavandería a buscar tu traje, porque lo vas a necesitar mañana para la reunión de amigos del colegio.
-Si mi amor, no te preocupes -le grité mientras recogía un sobre en la puerta de mi casa.
Cada diez años la misma cosa, pero que se le va ha hacer, hay compromisos en la vida a los cuales uno no puede faltar no importa cuanto los odie. En la escuela yo era el niño al que todos molestaban, era pequeño, usaba lentes bastante gruesos y para completar la gama de cualidades del niño tipo en estos casos, no era capaz de realizar ningún deporte decentemente y me iba bastante bien en mis estudios. Si, en verdad odio esas reuniones, ¿y saben porqué?, porque no siento aprecio por ninguno de mis compañeros. En mi vida actual como adulto no tengo contacto con ninguno de ellos a no ser en estas reuniones, y no lo lamento.
Me subí al auto y encendí el motor. La calma ya había llegado a mi cuerpo con la rapidez habitual de la que me sentía tan orgulloso. Yo sabía que en mi profesión no era admisible dejarse llevar por los nervios, en todo momento era necesaria una perfecta calma porque el más leve descuido siempre traía muchos problemas.
Puse la palanca de cambio en directa para salir de la casa, siempre lo dejo así por seguridad, si tuviera que poner reversa para sacar el auto y luego directa, en ciertas ocasiones me ocasionaría perdidas de tiempo que no me puedo permitir. Dirigí el auto hacia mi oficina por calles que conocía de memoria, había hecho este recorrido los últimos 10 años desde que mis ganancias me permitieron tener una oficina más cerca de casa. Estacioné frente a la puerta principal del edificio en el que trabajaba, me bajé del auto, saludé al portero que me habría respetuosamente la puerta y me dirigí sin mirar a nadie más hacia mi oficina en el segundo piso. En ese lugar abrí el sobre que había recogido en el cual yo sabía que se encontraba mi próximo trabajo, leí cuidadosamente el contenido y una sonrisa cruzó mi rostro, volví a leerlo para estar seguro de no cometer ningún error y luego lo destruí en la trituradora de papeles. Aún era temprano y tenía tiempo suficiente para descansar unos momentos, mi mente vagó sin fijarse en ninguna idea en especial, estaba feliz porque el trabajo lo iba a disfrutar, era bastante fácil de ejecutar, podría hacerlo solo, rápido y sin una gran preparación. Ya había hecho muchos como este y entraba en mi rutina de forma perfecta. Mientras hacía hora para salir decidí limpiar mi arma para que esta funcionara a la perfección, la desarmé en todas sus partes y me dedique a la prolija labor de engrasar y limpiar cada una de las piezas para que funcionaran sin el más leve error, después de que la hube armado comprobé si tenía suficientes balas en el cargador, estaba lleno, por previsión tomé otro cargador y lo puse en el bolsillo de mi chaqueta, ya era hora de salir.
Sabía perfectamente como llegar al lugar, esta era otra de las cosas sobre las cuales estaba orgulloso, mi capacidad para saber como llegar sin problemas a casi cualquier lugar de la ciudad. Una vez en el auto me dirigí hacía mi destino. El camino era corto, si no hubiera estado amenazando lluvia quizás hubiera ido caminando, pero no tenía intención de mojar mi nueva chaqueta de cuero, bastante cara me costó.
Una vez que hube estacionado el auto me recliné un poco en el asiento y empecé a repasar todo lo que tenía que hacer para que no existiera ningún error en el momento de actuar, no quería que nada estropeara esta ocasión, todo iba a ser perfecto porque tenía que matar a una persona que había jurado asesinar. Probablemente ya sospechen de que se trata, era uno de mis compañeros de colegio, no el peor, pero yo había jurado matar ya a mucha gente. Su nombre es Ronald, igual que el mío. Pero el siempre me dijo Ronzo y ya se que no tiene mucho sentido pero cuando se es un niño eso no importa, lo que importa es la intención. Ronald trabajaba en una tienda de abarrotes que estaba en la acera del frente a la que yo estaba estacionado. Era el jefe, y el informe que se me había entregado indicaba que llegaba a las ocho de la mañana a trabajar, siempre era el primero en llegar y el último en irse, por lo que era este un buen momento para actuar.
Ya terminadas mis reflexiones me dispuse a esperarlo, en ese mismo instante lo vi aparecer por la esquina en frente mío y cruzar la calle en dirección a su tienda, tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no ir por el en ese mismo instante, me vinieron a la mente todas las torturas que había padecido por su culpa y estuve apunto de correr y estrangularlo, pero como en otras ocasiones, la calma recorrió mi cuerpo en el momento preciso en que era necesaria, una de las razones por la que todavía sigo en este negocio.
Lo vi abrir la puerta de rejas que con un chasquido se enrolló sobre su cabeza, sacó los candados que usaba para mayor seguridad y entró a su tienda. Me aguanté en el auto hasta que por fin dio vuelta el cartel de “Abierto”, y en ese momento descendí y crucé la calle.
Abrí la puerta como un cliente cualquiera y sonó una de esas desagradables campanillas que en algunas tiendas le indican al dependiente que ha llegado un cliente. Ronald estaba subido en una escalera ordenando unos clavos y se disponía a bajar cuando le dije que no se preocupará, que le quitaría muy poco de su tiempo.
-No se moleste, ¿Señor... –dije.
-Ronald, Ronald Kaff a su servicio. –respondió el hombre mientras bajaba por la escalera mirándose los pies para no fallar ningún escalón.
No esperé a que me mirara, en todo caso no creo que me hubiera reconocido, no lo veia hace diez años. Apreté el gatillo. El disparo salió con precisión, le entró por la espalda y luego le atravesó el corazón, Ronald pegó un gemido apenas audible y se desplomó ya muerto sobre una vitrina que mostraba una infinidad de pequeñas piececitas de metal.
En ese momento desperté, pegué un salto, y las sabanas que ya estaban al borde de la cama cayeron al suelo. Me senté en la cama temblando descontroladamente mientras trataba de dilucidar si lo que me había pasado era un sueño o realidad, todavía no había despertado por completo.
Mi Señora dio un salto al mismo tiempo que yo, asustada, no sabía que me había pasado.
-Ronald- dijo con la voz adormecida- ¿estás bien?-.
-Si- le dije sin mucho convencimiento – solo fue una pesadilla.
Mi cabeza me dolía, estaba todo traspirado. En el despertador las manecillas marcaban las 06:30, era muy temprano, pero seguro que ya no me quedaría dormido antes de las 07:30, mi hora normal de levantarme. Le dije a mi señora que no se preocupara, que volviera a dormir. Ella se dejó caer sobre la cama y en treinta segundos ya estaba escuchando su suave respiración y su pecho subiendo y bajando lentamente. Por ese lado ya estaba todo en orden, solo me faltaba calmarme para poder salir a trabajar como todos los días.
Me levanté y empecé mi ritual matutino. Fui a la cocina a prender el califont y después a calentar el agua de la ducha. Me metí a la ducha y me lavé entero, me sentía cochino, tenía el sueño pegado a mí.
Después de ducharme me vestí y fui a la cocina a prepararme el desayuno. Todo iba bien hasta el momento, nada estaba fuera de lugar. Me preparé dos tostadas de pan de molde con mantequilla, nunca margarina, un jugo natural de naranja y un vaso de café con leche helado. Tome todo tranquilamente sentado en la mesa de diario de la cocina leyendo el periódico. Una vez que terminé me dirigí a mi trabajo. El día amenazaba lluvia, así que agarré el auto y me fui tranquilamente, más lento de lo habitual, por calles más vacías, muy tranquilamente. Para mis adentros me decía que debía levantarme todos los días un hora antes y así evitarme el taco que se producía en las atestadas calles de mi ciudad, pero sabía que sería algo que nunca haría, no tenía ni la disciplina ni la fuerza de voluntad necesaria, además me gustaba mucho dormir.
Ya en mi trabajo decidí aprovechar el tiempo para ordenar algunos estantes, traje la escalera y me subí a ella. Escuché el timbre que avisa la llegada de un nuevo cliente. Empecé a bajar para atender al madrugador cliente.
-No se moleste, ¿Señor….?- escuché a mis espaldas.
-Ronald, Ronald Kaff a su servicio- dije.

jueves, 4 de enero de 2007

¿Cómo leer un libro?

Manera Normal:
Tome un libro, cualquiera, y ábralo; tenga en cuenta que para realizar esta maniobra con la propiedad y delicadeza que se merece un libro, usted debe primeramente extender su brazo izquierdo(o el que le acomode) y con la palma hacia arriba, curvar ligeramente la mano del brazo en cuestión, con el fin de crear un soporte firme y seguro para colocar el libro. Una vez realizada la maniobra, deberá colocar el libro sobre su palma ya preparada, cuidando de dejar en libertad de movimiento la tapa y las hojas del mismo. A continuación, deberá abrir el libro.
En algunos casos se encontrará con una página en blanco, pero no se desanime, porque usualmente los editores dejan estas mismas con el fin oscuro de disuadir a los lectores más inexpertos. Cuando esto suceda, no le queda más que girar la página siguiente y esperar que el destino le sea favorable. Debe repetir este procedimiento, hasta que encuentre una hoja en que existan pequeñas manchas oscuras, cuando esto suceda, usted habrá descubierto las letras, y estará ubicado al comienzo del libro.
Como una primera aproximación, deberá dejar en libertad sus ojos y pasear su mirada por la página que tiene enfrente, si su capacidad de observación está dentro el promedio, identificará en poco tiempo que las letras, esas pequeñas figuras negras puestas en la hoja frente suyo, están dispuestas en líneas horizontales y en grupos más o menos homogéneos. Si es usted un observador más agudo, encontrará que los grupos pequeños se repiten con mayor regularidad que los grupos más complejos, y están ubicados, en general, entre dos de estos últimos. Las razones de lo anterior no nos interesan, y no se preocupe el lector que no ahondaré en explicaciones gramaticales complejas y profundas sobre el significado y la creación de las palabras (nombre que reciben los grupos de letras identificadas por usted anteriormente), porque, primeramente, no lo sé, y en segundo lugar, no me interesa.
Pasemos, pues, a leer el libro.
Ubique su atención en la palabra superior izquierda de la primera hoja del libro, mida su longitud, respire profundo, y léala. En este momento puede usted sentirse orgulloso porque ya está en posesión de una palabra, y, sí, es así de fácil, con solo repetir este procedimiento, ya se ha logrado emprender exitosamente la tarea de leer un libro.

Manera Intelectual:
Póngase una bufanda de lana, unos anteojos, una boina, déjese barba, elija un libro que nadie conozca, vaya a un parque, recuéstese en el césped, ponga el libro sobre su pecho, duerma.

Manera Adecuada:
Primero que todo, hay que entender al libro. Definiendo, un libro es un montón de letras dispuestas sobre un número indeterminado de láminas flexibles, generalmente blancas, que sirven de soporte para mostrar al lector (usted), el orden preestablecido que el autor (identificativo que recibe la persona que propone un orden arbitrario de cosas a las demás personas), ha dispuesto.
Pero para entender al libro, como puede usted suponer correctamente, no basta con la definición, sino que con la actitud. Como primer paso, búsquese una pieza sin cuadros, saque todos los muebles al pasillo(deje una mesa y una silla) y entre solo con su libro, cierre con llave para no admitir interrupciones, y si alguien golpea, déjelo, todos tienen derecho a hacer lo que quieran.Con una mesa y una silla no muy cómoda, deje el libro sobre la mesa, cierre los ojos y piense en una letra, cualquiera. Una vez que haya pensado en la letra en cuestión, póngale personalidad....deje volar su imaginación.........búsquela en el libro....y, finalmente, deje en paz a su cabeza, no piense más y vaya al baño, que en definitiva es en donde mejor se lee.