miércoles, 17 de enero de 2007

Soledad

Estas líneas que hoy escribo sentado frente a estas cuartillas de papel amarillo, bajo la sombra del sauce que me vio con sus tristes ramas coronadas ya de tantos años, corretear y reír con mis amigos retozando feliz en esa edad en que nada nos preocupa, hasta ahora en que sentado bajo él, comprendo cada día más la razón de su tristeza.
Éstas líneas, como iba diciendo, encierran las intrigas que se juntaron en mi vida, ya de niño, viejo y adolescente. Intrigas que a un tiempo, cuando yo no era tan experto en las cosas de la vida, me arrancaron, con suspiros, muchos años que ahora yo reclamaría si supiera a quien hacerlo, donde y cuando.
Me tienta en este momento encender un cigarro y aspirar su amargo vapor para calmar un poco mis memorias; para encontrar en la calma de esta tarde que se cierne ya sobre mi cabeza, enrojeciendo con sus últimos despojos de vida los montes orgullosos, las últimas palabras que este día me permite.
La prosa que ahora nace de mi imaginación, después de mojar mi pluma con los labios y llenarla de algunos recuerdos, es la que me permite, cada día, encontrar la fuerza para en la noche caminar por los pasillos que guían mis pasos hacia el lecho en que he llorado y reído, y depositar, con temor a los sueños que pueda tener, mi cabeza en la solitaria almohada que hace años recibe solo mis llantos.
En la extensión de las planicies que se acuestan a mis pies y arrancan caprichosas atravesando sendas que a la lejanía se vuelven invisibles, veo una doncella que presurosa desliza sus pies por entre la hierba azotando delicadamente el borde de su vestido, mientras con paso incierto se dirige quien sabe donde, si acaso donde ira todas las tardes, a besar los labios de un joven que la hechiza con su romántica juventud, o quizá hacia su casa, para recibir a su padre después de un largo viaje; quien sabe.
A lo lejos, y a un compás desconocido para mí, se oye una música, como si las cuerdas a un toque fueran afinadas y en un instante, con un murmullo, tocaran manos diestras la melodía de la tarde, acompañada de brisas que peinan los prados y llueven desordenadas, formando a su paso, con un toque imperceptible, figuras extrañas en las hierbas.

El sol desaparece a mis espaldas dibujando mi sombra de variadas y extrañas formas que se alzan y destiñen cada vez confundiéndose más con la oscuridad.
Admirando, ya de noche, el jugueteo de las luciérnagas, que saltando nerviosas y fosforescentes, ya frente a mí, ya más distantes, y poniendo oído fino al sutil aumento de los sonidos nocturnos, llega a mi mente, sin previo aviso y ya cuando mis defensas habían cedido camino a la modorra, el pálido y distante sonido de un recuerdo. Mi memoria se estremece, mientras el recuerdo, arañando los pilares que en un tiempo han impedido su paso a los anales presentes de mi realidad, se abre paso escarbando y despertando nuevas heridas, que dormidas, vienen a nublar con su perenne dolor el instante en que ahora han decidido aparecer en mi vida.
Toca en este momento, ya agarrándome con dolor de los últimos respiros que mis pulmones son capaces de producir, el tiempo en que Dios a querido que lo que yo escribo y ustedes leen en este momento llegue a su fin; cualquier hombre ya recostado en su lecho de muerte debería decir palabras que lo recordaran, las cuales escritas en su lápida enseñarían a las futuras generaciones los errores en que no deberían caer, la manera óptima de vivir y otras cosas por el estilo. Lamentablemente yo no las sé en este momento.
Bien, terminaré. Cada letra que sale de mi pluma me arranca con sus garras, como lo hicieron en el transcurso de mi vida, jirones de mi cuerpo, por lo que, temiendo ya que el Señor se digne a llevarme a su lado, o eso espero, diré mis últimas palabras; Quiero una tumba sencilla en un cementerio ordinario, el funeral queda a disposición de mis parientes.
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La Caravana seguía su camino, surcando el prado, ahora mudo. A lo lejos, si uno forzaba la mirada, descansaba una mancha oscura al pie de un sauce llorón. Nadie la vio, pero la caravana, a su manera, lloraba la muerte, chirriando sus ejes de vez en cuando, anunciando la soledad.

miércoles, 10 de enero de 2007

Un día más

-¿Querido? –dijo mi esposa –No olvides pasar por la lavandería a buscar tu traje, porque lo vas a necesitar mañana para la reunión de amigos del colegio.
-Si mi amor, no te preocupes -le grité mientras recogía un sobre en la puerta de mi casa.
Cada diez años la misma cosa, pero que se le va ha hacer, hay compromisos en la vida a los cuales uno no puede faltar no importa cuanto los odie. En la escuela yo era el niño al que todos molestaban, era pequeño, usaba lentes bastante gruesos y para completar la gama de cualidades del niño tipo en estos casos, no era capaz de realizar ningún deporte decentemente y me iba bastante bien en mis estudios. Si, en verdad odio esas reuniones, ¿y saben porqué?, porque no siento aprecio por ninguno de mis compañeros. En mi vida actual como adulto no tengo contacto con ninguno de ellos a no ser en estas reuniones, y no lo lamento.
Me subí al auto y encendí el motor. La calma ya había llegado a mi cuerpo con la rapidez habitual de la que me sentía tan orgulloso. Yo sabía que en mi profesión no era admisible dejarse llevar por los nervios, en todo momento era necesaria una perfecta calma porque el más leve descuido siempre traía muchos problemas.
Puse la palanca de cambio en directa para salir de la casa, siempre lo dejo así por seguridad, si tuviera que poner reversa para sacar el auto y luego directa, en ciertas ocasiones me ocasionaría perdidas de tiempo que no me puedo permitir. Dirigí el auto hacia mi oficina por calles que conocía de memoria, había hecho este recorrido los últimos 10 años desde que mis ganancias me permitieron tener una oficina más cerca de casa. Estacioné frente a la puerta principal del edificio en el que trabajaba, me bajé del auto, saludé al portero que me habría respetuosamente la puerta y me dirigí sin mirar a nadie más hacia mi oficina en el segundo piso. En ese lugar abrí el sobre que había recogido en el cual yo sabía que se encontraba mi próximo trabajo, leí cuidadosamente el contenido y una sonrisa cruzó mi rostro, volví a leerlo para estar seguro de no cometer ningún error y luego lo destruí en la trituradora de papeles. Aún era temprano y tenía tiempo suficiente para descansar unos momentos, mi mente vagó sin fijarse en ninguna idea en especial, estaba feliz porque el trabajo lo iba a disfrutar, era bastante fácil de ejecutar, podría hacerlo solo, rápido y sin una gran preparación. Ya había hecho muchos como este y entraba en mi rutina de forma perfecta. Mientras hacía hora para salir decidí limpiar mi arma para que esta funcionara a la perfección, la desarmé en todas sus partes y me dedique a la prolija labor de engrasar y limpiar cada una de las piezas para que funcionaran sin el más leve error, después de que la hube armado comprobé si tenía suficientes balas en el cargador, estaba lleno, por previsión tomé otro cargador y lo puse en el bolsillo de mi chaqueta, ya era hora de salir.
Sabía perfectamente como llegar al lugar, esta era otra de las cosas sobre las cuales estaba orgulloso, mi capacidad para saber como llegar sin problemas a casi cualquier lugar de la ciudad. Una vez en el auto me dirigí hacía mi destino. El camino era corto, si no hubiera estado amenazando lluvia quizás hubiera ido caminando, pero no tenía intención de mojar mi nueva chaqueta de cuero, bastante cara me costó.
Una vez que hube estacionado el auto me recliné un poco en el asiento y empecé a repasar todo lo que tenía que hacer para que no existiera ningún error en el momento de actuar, no quería que nada estropeara esta ocasión, todo iba a ser perfecto porque tenía que matar a una persona que había jurado asesinar. Probablemente ya sospechen de que se trata, era uno de mis compañeros de colegio, no el peor, pero yo había jurado matar ya a mucha gente. Su nombre es Ronald, igual que el mío. Pero el siempre me dijo Ronzo y ya se que no tiene mucho sentido pero cuando se es un niño eso no importa, lo que importa es la intención. Ronald trabajaba en una tienda de abarrotes que estaba en la acera del frente a la que yo estaba estacionado. Era el jefe, y el informe que se me había entregado indicaba que llegaba a las ocho de la mañana a trabajar, siempre era el primero en llegar y el último en irse, por lo que era este un buen momento para actuar.
Ya terminadas mis reflexiones me dispuse a esperarlo, en ese mismo instante lo vi aparecer por la esquina en frente mío y cruzar la calle en dirección a su tienda, tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no ir por el en ese mismo instante, me vinieron a la mente todas las torturas que había padecido por su culpa y estuve apunto de correr y estrangularlo, pero como en otras ocasiones, la calma recorrió mi cuerpo en el momento preciso en que era necesaria, una de las razones por la que todavía sigo en este negocio.
Lo vi abrir la puerta de rejas que con un chasquido se enrolló sobre su cabeza, sacó los candados que usaba para mayor seguridad y entró a su tienda. Me aguanté en el auto hasta que por fin dio vuelta el cartel de “Abierto”, y en ese momento descendí y crucé la calle.
Abrí la puerta como un cliente cualquiera y sonó una de esas desagradables campanillas que en algunas tiendas le indican al dependiente que ha llegado un cliente. Ronald estaba subido en una escalera ordenando unos clavos y se disponía a bajar cuando le dije que no se preocupará, que le quitaría muy poco de su tiempo.
-No se moleste, ¿Señor... –dije.
-Ronald, Ronald Kaff a su servicio. –respondió el hombre mientras bajaba por la escalera mirándose los pies para no fallar ningún escalón.
No esperé a que me mirara, en todo caso no creo que me hubiera reconocido, no lo veia hace diez años. Apreté el gatillo. El disparo salió con precisión, le entró por la espalda y luego le atravesó el corazón, Ronald pegó un gemido apenas audible y se desplomó ya muerto sobre una vitrina que mostraba una infinidad de pequeñas piececitas de metal.
En ese momento desperté, pegué un salto, y las sabanas que ya estaban al borde de la cama cayeron al suelo. Me senté en la cama temblando descontroladamente mientras trataba de dilucidar si lo que me había pasado era un sueño o realidad, todavía no había despertado por completo.
Mi Señora dio un salto al mismo tiempo que yo, asustada, no sabía que me había pasado.
-Ronald- dijo con la voz adormecida- ¿estás bien?-.
-Si- le dije sin mucho convencimiento – solo fue una pesadilla.
Mi cabeza me dolía, estaba todo traspirado. En el despertador las manecillas marcaban las 06:30, era muy temprano, pero seguro que ya no me quedaría dormido antes de las 07:30, mi hora normal de levantarme. Le dije a mi señora que no se preocupara, que volviera a dormir. Ella se dejó caer sobre la cama y en treinta segundos ya estaba escuchando su suave respiración y su pecho subiendo y bajando lentamente. Por ese lado ya estaba todo en orden, solo me faltaba calmarme para poder salir a trabajar como todos los días.
Me levanté y empecé mi ritual matutino. Fui a la cocina a prender el califont y después a calentar el agua de la ducha. Me metí a la ducha y me lavé entero, me sentía cochino, tenía el sueño pegado a mí.
Después de ducharme me vestí y fui a la cocina a prepararme el desayuno. Todo iba bien hasta el momento, nada estaba fuera de lugar. Me preparé dos tostadas de pan de molde con mantequilla, nunca margarina, un jugo natural de naranja y un vaso de café con leche helado. Tome todo tranquilamente sentado en la mesa de diario de la cocina leyendo el periódico. Una vez que terminé me dirigí a mi trabajo. El día amenazaba lluvia, así que agarré el auto y me fui tranquilamente, más lento de lo habitual, por calles más vacías, muy tranquilamente. Para mis adentros me decía que debía levantarme todos los días un hora antes y así evitarme el taco que se producía en las atestadas calles de mi ciudad, pero sabía que sería algo que nunca haría, no tenía ni la disciplina ni la fuerza de voluntad necesaria, además me gustaba mucho dormir.
Ya en mi trabajo decidí aprovechar el tiempo para ordenar algunos estantes, traje la escalera y me subí a ella. Escuché el timbre que avisa la llegada de un nuevo cliente. Empecé a bajar para atender al madrugador cliente.
-No se moleste, ¿Señor….?- escuché a mis espaldas.
-Ronald, Ronald Kaff a su servicio- dije.

jueves, 4 de enero de 2007

¿Cómo leer un libro?

Manera Normal:
Tome un libro, cualquiera, y ábralo; tenga en cuenta que para realizar esta maniobra con la propiedad y delicadeza que se merece un libro, usted debe primeramente extender su brazo izquierdo(o el que le acomode) y con la palma hacia arriba, curvar ligeramente la mano del brazo en cuestión, con el fin de crear un soporte firme y seguro para colocar el libro. Una vez realizada la maniobra, deberá colocar el libro sobre su palma ya preparada, cuidando de dejar en libertad de movimiento la tapa y las hojas del mismo. A continuación, deberá abrir el libro.
En algunos casos se encontrará con una página en blanco, pero no se desanime, porque usualmente los editores dejan estas mismas con el fin oscuro de disuadir a los lectores más inexpertos. Cuando esto suceda, no le queda más que girar la página siguiente y esperar que el destino le sea favorable. Debe repetir este procedimiento, hasta que encuentre una hoja en que existan pequeñas manchas oscuras, cuando esto suceda, usted habrá descubierto las letras, y estará ubicado al comienzo del libro.
Como una primera aproximación, deberá dejar en libertad sus ojos y pasear su mirada por la página que tiene enfrente, si su capacidad de observación está dentro el promedio, identificará en poco tiempo que las letras, esas pequeñas figuras negras puestas en la hoja frente suyo, están dispuestas en líneas horizontales y en grupos más o menos homogéneos. Si es usted un observador más agudo, encontrará que los grupos pequeños se repiten con mayor regularidad que los grupos más complejos, y están ubicados, en general, entre dos de estos últimos. Las razones de lo anterior no nos interesan, y no se preocupe el lector que no ahondaré en explicaciones gramaticales complejas y profundas sobre el significado y la creación de las palabras (nombre que reciben los grupos de letras identificadas por usted anteriormente), porque, primeramente, no lo sé, y en segundo lugar, no me interesa.
Pasemos, pues, a leer el libro.
Ubique su atención en la palabra superior izquierda de la primera hoja del libro, mida su longitud, respire profundo, y léala. En este momento puede usted sentirse orgulloso porque ya está en posesión de una palabra, y, sí, es así de fácil, con solo repetir este procedimiento, ya se ha logrado emprender exitosamente la tarea de leer un libro.

Manera Intelectual:
Póngase una bufanda de lana, unos anteojos, una boina, déjese barba, elija un libro que nadie conozca, vaya a un parque, recuéstese en el césped, ponga el libro sobre su pecho, duerma.

Manera Adecuada:
Primero que todo, hay que entender al libro. Definiendo, un libro es un montón de letras dispuestas sobre un número indeterminado de láminas flexibles, generalmente blancas, que sirven de soporte para mostrar al lector (usted), el orden preestablecido que el autor (identificativo que recibe la persona que propone un orden arbitrario de cosas a las demás personas), ha dispuesto.
Pero para entender al libro, como puede usted suponer correctamente, no basta con la definición, sino que con la actitud. Como primer paso, búsquese una pieza sin cuadros, saque todos los muebles al pasillo(deje una mesa y una silla) y entre solo con su libro, cierre con llave para no admitir interrupciones, y si alguien golpea, déjelo, todos tienen derecho a hacer lo que quieran.Con una mesa y una silla no muy cómoda, deje el libro sobre la mesa, cierre los ojos y piense en una letra, cualquiera. Una vez que haya pensado en la letra en cuestión, póngale personalidad....deje volar su imaginación.........búsquela en el libro....y, finalmente, deje en paz a su cabeza, no piense más y vaya al baño, que en definitiva es en donde mejor se lee.